domingo, 12 de octubre de 2008

Tato, el ahorcado



Algo había dejado de estar en su lugar. Quizás eran las tres gorritas puestas una arriba de la otra. O, la caja de fósforos familiar en el bolsillo de arriba de la camisa. Podría haber sido el hecho de que se paseara por los boliches con una bandeja de mozo en la mano juntando vasos. O, tal vez, los recorridos sin pausa por las líneas de subterráneos de Buenos Aires donde cayó hecho una galleta de nervios.

Tato Abate era muy conocido en Bariloche. Uno de esos pibes que está con quien hay que estar en el momento justo en los dorados años ochenta. Quizá su padre era abogado o contador o médico. En las ciudades chicas del interior, esas profesiones aportan buena ubicación social y seguridad económica.
Tato a eso de los 16 o 17 años podría definirse como un impune absoluto dentro de un paraíso natural detrás de la cortina turística. Vivía y le gustaba divertirse. Aunque entre bambalinas hacía travesuras con sus amiguitos de otras buenas familias barilochenses. Carreras de slalom ganadas en exclusivos club de esquí. Invitaciones a todas las fiestas de quince años. Zapatillas importadas. Novias bonitas y taradas. Amigos más tarados todavía. Buen aspecto: morocho, piel blanca y vestimenta impersonal de marca (nada desentonaba por fuera de su cerebro).

Pero, Tato, escondía cosas. Chupaba, fumaba y aspiraba todo lo que podía (y no estamos hablando de aspiraciones profesionales o artísticas, cabe aclarar). Un hermano más grande muy parecido a Mick Jagger y una hermana esquelética, también mayor, podrían haber sido una señal. Pero Tato era Tato, un chico que había ganado fama de medio estúpido, pero simpático y chistoso (lo primero era cierto; lo segundo no). Cruzabas dos palabras con él y emergía un pobre individuo que lo último que podría causarle a alguien era gracia.

Entre Bariloche y El Bolsón, cerca del "Cañadón del Diablo", dicen que vivía “el Francés”. Este hombre, una leyenda entre los cachirleros de la época, preparaba unos ácidos lisérgicos tremendos. Nadie de AT estaba en esa. Los odiábamos y despreciábamos en un periodo de adolescencia tortuoso. Aunque convivíamos, porque alrededor de ellos, en la estrecha sociedad sureña, revoloteaba el dulce sabor del éxito y el erotismo de cierta pertenencia culposa.

Padres de pobres diablos como nosotros querían que uno se pareciera a ellos. Esquiaban, que en Bariloche significa ganar carreras y todo eso, vestían bien, no querían tocar ningún instrumento y jugaban al golf en Arelauquen: una especie de lujoso country, hermético, corrosivo y pernicioso, ubicado en las laderas del cerro Otto.
Una noche con sus amigos, Tato, al que todos interpretaban como un payaso, clavó más de un ácido llegados directamente del laboratorio del Francés.
Nunca más volvió. Nunca más estuvo. Nunca más existió. Quedó colgado en un limbo lisérgico a los 17 y, allí, permaneció por mucho tiempo. Tal vez demasiado tiempo.
Ahí empezó lo de las gorritas superpuestas; la caja de fósforo y la bandeja para juntar vasos en los recintos nocturnos.
Recuperó, de todos modos, una extraña memoria, algo que intuyo era parte de su infierno.
Al encontrarlo varias veces por ahí empezaba: “Hola como te va (y decía tu nombre completo), cómo esta tu madre (y decía su nombre completo) y tu padre (y decía el nombre completo). Seguís haciendo (y se acordaba perfectamente lugares y fechas), y los chicos (te nombraba a todos tus amigos… con nombres completos)”. ¡Que mierda le pasa!, te preguntabas al instante.
Era temible: miraba fijo, pero nunca a los ojos, con el rostro rígido por los psicotrópicos y te escupía toda esa información como un autómata.

Tato terminó muy solo. Deambulando por una ciudad que le resultaba siniestra (por eso se sumergía en los subtes, imagino) y, sobre todo, sus amigos, esos que marcaban el pulso de un segmento social en un momento desaparecieron de repente ante el infortunio.

Entonces, Tato, un día se colgó con unos tiradores de su pantalón de esquiar. Dejó una ausencia, aunque pocos mediten sobre su caso... y con cierta lógica porque el chiste ya se había acabado hace rato.

QPD
A Tato la música le importaba un huevo. Pero se me ocurrió este homenaje:




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